Salir de compras por la noche el dia anterior a la excursión siempre fue la mejor excusa para pasar tiempo con mi padre, ser parte de su mundo, escuchar sus emocionantes historias de cuando hizo la conscripción (y obviamente de cuanta agua deberíamos llenar nuestras cantimploras para la caminata que nos esperaba), aprender sobre proyectos de desarrollo en comunidades rurales, y de a poco, inconscientemente, y casi sin querer, formar mi personalidad como un reflejo identico a él. El ritual siempre fue el mismo, mi padré llegaría por la tarde-noche a la casa, yo lo esperaría listo para acompaniarlo al supermercado, nos subiríamos en la camioneta blanca 4x4 (recien lavada, con ese fuerte olor a aromatizante de fresa y ese brillo inconfundible en el volante, la guantera y la palanca de cambios que solo las lubricadoras–lávadoras de autos consiguen), escucharíamos las noticias de la noche por Sonorama “La Señal Nacional,” estacionaríamos la camioneta al frente del parque–siempre en el mismo lugar, siempre de la misma manera–él sacaría el radio y se lo guardaría en el bolsillo frontal de la camisa a cuadros, y yo me aseguraría de que todas las puertas del carro esten bien cerradas.
Ya en el supermercado las compras siempre fueron las mismas: panela, para el café de la madrugada; frutas, para los descanzos de la caminata; atún, simplemente porque un excursionista sin lata de conservas no podría ser un excursionista; pan, para la cena; y así compraríamos una que otra golosina y la avena de frutas en contenedor de tetra pak que nunca podía faltar. Al llegar a la casa, tambien ya había una rutina por seguir que era parte del ritual de preparación antes de ir a la montaña o a la selva: sacar las compras de las fundas plásticas y ordenarlas en 3 o 4 montones (dependiendo de cuanta gente vaya) para distribuir las raciones equitativamente. Hecho esto, no quedaba nada mas que revisar que las maletas tengan el peso adecuado, preparar las botas de caucho, asegurarse de que el GPS funcione correctamente, dejar la mesa hecha para el desayuno que entre bostezos y casi por obligación comeríamos en pocas horas, y finalmente tratar de descanzar. Y digo tratar, porque ahora recuerdo que nunca pude dormir completamente y dejar de un lado la ansiedad y la emoción de llegar a la cordillera que divide la Sierra del Oriente y ver el sol salir pintando todo de color naranja a su aparición–uno de los recuerdos mas vivos y anhelados de mi niñez.
Para la madrugada de la excursión tambien había ya una rutina. El reloj despertador sonaría a las 4:15 am, yo me escondería debajo de las cobijas tratando de aprovechar cada segundo de la comodidad de la cama, escucharía el sonido de el agua hirviendo para el café en la cocina y el molesto “bip, bip, biiip” del micro-ondas, mi madré entraría a mi cuarto y prendería la luz para despertarme y siempre repetiría el mismo discurso, tan corto, directo y eficaz: “Juan Fernando, tu papá ya está listo.” De mala gana, con frío y molesto me levantaría de la cama, me pondría mi “outfit” de explorador y saldría entusiasmado de mi cuarto a deborar ese café caliente con pan, queso y mermelada de guayaba–siempre el mismo aroma de café pasado, siempre el mismo pan, siempre la misma mermelada de guayaba. Le pediría la bendición a mi madre, ella nos recomendaría que porfavor hagamos las cosas con cuidado, yo me acostaría en el mesón de la cocina como para tratar de recuperar mi ya batalla perdida por dormir mas, y afuera se escucharía el motor del carro listo para salir a trepar cuestas lodosas y empinadas, cruzar riachuelos, y acelerar durante la tarde-noche para poder llegar a alguna comunidad donde siempre nos esperaría un plato caliente de caldo de pollo y una agua aromática de cedrón o yerba-luisa–siempre el mismo caldo, siempre la misma agua aromática....
Ya en el carro la radio tocaría música de Leo Dan, Tormenta o Los Iracundos, y la vos de un reloj automático cantaría cada hora en punto durante todo el día, hasta que eventualmente se le daría a mi padre por sacar sus cassettes de grabaciones especiales con música de los Bee Gees, Boney M, o Mr. President. Con la música a todo volumen, recorriendo las carreteras de ripio a toda velocidad como si huyeramos de la monotonía de la familia, la ciudad, el trabajo, las cuentas... poco a poco veía como el cielo cambiaba de color y ese oscuro y pesado negro de la noche que inspiraba temor, respeto, y hasta soledad cambiaba de a poco su tonalidad pasando por azul, purpura, celeste, rosado, y anaranjado con azul–mi gama de colores favoritos en el cielo. El cielo naranja azulado siempre significaba la misma cosa: era hora de hacer una parada, chequear el aire de las llantas y abrir el termo azul con agua caliente para subir la temperatura de nuestras manos al amanecer. Nunca importó el lugar al que viajabamos, ni la prisa que llevabamos por llegar a un lugar a cierta hora específica, el cielo naranja azulado, siempre significo una sola cosa: el aire de las llantas y el termo azul con agua caliente.
De la misma manera, hubo un detalle que nunca pudo faltar: las historías de la época de cuartel de mi padre. “Claro, a las dos de la manana nos sacaron a caminar y en mi grupo iva el Hugo Valverde, el papá de tu compañero... imagínate en plena oscuridad no podíamos ver nada. De repente este Sargento Ríos–el que te conté que le encontré la ves anterior en el aeropuerto que ahora está trabajando en la escolta del presidente... ya él–nos dice: ‘¡Al suelo conscriptos! ¡Nos atacan!’ Ese rato todos nos tiramos al suelo y de repente han estado estos tipos escondidos en los arboles y nos comienzan a disparar, y saltaban como monos de los arboles a perseguirnos–yo veía no mas pues que a mis companieros les cojían y les metían unas pisas... Entonces ahí si dije ‘No pues, a mi no me agarran.’ Antés conmigo estaba este otro conscripto Juarez–bien pilas el tipo–Nos alcanzamos a esconder atrás de una penca de cabuya y ahí nos quedamos un buen rato esperando que pase el caós. Ya después de un rato le digo: ‘Verás Juarez tiramos la luz de bengala al aire, y con eso ya vemos por donde irnos y salimos del bosque.’ Ese rato el Juarez tira la bengala y ahí si pues como conejos corrimos por el monte, imagínate guambritos nosotros, asustados pues si saber donde ir. Ese rato nos fuimos a esconder en un establo que ha habido por ahí en plena oscuridad...”
La historía siempre fue la misma y ahora despues de tanto tiempo me pregunto si mi padré nunca se percató de ello, o lo hacía a propósito porque sabía que solo en ese mundo, en el mundo de sus historías los dos podíamos sentir que pertenecíamos a un mismo lugar en tiempo y espacio. El final de la historía siempre fue la parte que mas odié cuando salía de excursión con mi padre; el final de la historía significaría que ese lugar común en tiempo y espacio que compartíamos durante las narraciones de militares, montes, uniformes, y bosques no volvería sino hasta el siguiente viaje... y eso probablemente tomaría meses. El final de la historía significaría que el silencio, las paradas para el chequeo de las llantas, los cassettes con música de los Bee Gees, y las esporádicas conversaciones de cual era el plan para el día se ocuparían del resto del viaje. Y así mismo el final siempre fue el mismo: “Ese rato con frío nos acostamos ahi al lado de unas cabras del establo, ese rato cuando queríamos dormir se prende una luz de la casa y ahi si dije yo: “Ya, aquí se acabó, nos encontraron los paracas estos...” En eso sale un señor viejito con una lámpara de gasolina y nos encuentra ahí al lado de los animales, nosotros no sabíamos que decir y el viejito nos invitó a la casa. Ya estaba ameneciendo... serían las 5 de la manana y el viejito nos brindó una tasa de leche caliente con un pan... ‘Que bestia, la mejor tasa de leche de mi vida.’ ‘Irán con cuidado jovencitos nos dijo...” Y ya pues, ahí si ya con la luz del día bajamos nomás a Latacunga a este parque donde nos dierón la orden de regresar cuando se acabe el entrenamiento...
El madrugar a las 5 de la maniana después de haber dormido una hora y media, el hacer la maleta cuando el taxi esperaba impacientemente afuera de la casa, el viaje por río en una lancha con pinta de bus interprovincial, las largas conversaciones con la Adriana, el salir a caminar en la noche con insomnio y ver las estrellas mas brillantes que pueden haber, las plantas que se pueden usar para calmar la gripe o el espanto, la guía Huaoraní que sin decir mucho comunicaba largas historías, el milpies con aroma a navidad, la familia de Guantas que visitó la estación por la noche, las conversaciones acerca del futuro mientras nos mecíamos en las hamacas, la lluvia, los sonidos de la selva... A veces me pregunto cuales de tantas historías serán las que cuente, cuales de tantos personajes serán los que habiten estos mundos imaginarios, y cuales de tantos finales serán los que queden inconclusos.
ps. ya nada con las faltas de ortografía y gracias a la Sole por encontrar chéveres fotos (calandracas).