Y claro, como no iva a complacer a la familia si “Juanito” era un tierno nino que usaba pantalones de tela–eso sí, super bien planchados con una raya casi simetricamente perfecta–una camisa polo de un color blanco impecable, los zapatos para ocaciones especiales con un brillo deslumbrante que combianaban con las gafas de mi tía, y como no, el peinado con una raya en el medio que marcaba ese aire de “dignidad familiar” tan distitivamente dado por el look elegante, casual, pero sobre todo nítido. Y bueno, mal o buen hábito, ritual o no ritual, la disfrazada con ropa elegante, casual y nítida era uno de los componentes principales en mi juego favorito de visitar aeropuertos: ver personas abrazarse, llorar, estrecharse de las manos, pesar maletas, proteger maletas con ese plástico pegajoso y transparente, admirar esa pintura del aeropuerto que relataba graficamente el primer vuelo que se hizo en el Ecuador y alrededor de esas empinadas y peligrosas montanas, pero sobre todo esperar ancioso a la pantalla de vuelos que confirme que el avión en el que viajaba mi papá había aterrizado exitosamente.
Y de esta manera, mi ninez fue llenandose de aterrizajes, fotos familiares en aeropuertos, despedidas, correteos porque algún documento se quedó en casa, mas despedidas, y sobretodo: mas aterrizajes. Poco a poco, las visitas a los aeropuertos fueron convirtiendose en una actividad mas sobre la cual yo no tenía ningun poder de desición; daba lo mismo si algún familiar se iva o llegaba, daba lo mismo si los conocía o no, daba lo mismo si quería o no quería ir al aeropuerto, al final del día siempre debía encerar mis zapatos, peinarme simetricamente, y usar los pantalones perfectamente planchados; y así mismo, poco a poco, las visitas a los aeropuertos fueron convirtiendose en una actividad tediosa de la cual poco disfrutaba–talvez estas visitas se fueron volviendo tediosas por eso que los adultos llaman “madurez.” Y así tambíen, mientras crecía me parecía cada vez mas ridículo que tenga que disfrazarme con elegancía y pulcritud, usando pantalones de tela, el peinado simétrico y la camiseta polo de blanco reluciente.
Pero esta apatía por el disfraz elegante y pulcro siguió cada vez evolucionando y tomando formas mas concretas de manifestarse: las fotos familiares ahora me parecían el “performance” mas ridículo que alguien pueda haber creado en la historia de la humanidad. “Pero haber Juanito, sonría mijo sonría,” son las palabras que mas recuerdo de los encuentros familiares durante mi infancia. No encontraba–y creo que hasta ahora tampoco–el sentido de sonreir para una foto, y así capturar un momento falso de alegría y regocijo familiar, y sí recuerdo haber estado contento por el regreso de alguien al país, o la partida en busca de oportunidades y experiencias fuera de esta burbuja claustrofóbica que el Ecuador iva tomando forma para mí, pero... ¿Porqué sonreir para la foto? ¿Porqué la foto? ¿Porqué ir al aeropuerto? ¿Porqué ir a misa los domingos por la manana usando el mismo disfraz que usaba para ir al aeropuerto... e incluso a veces tomarnos una foto? De a poco mi apatía por las tradiciones familiares, las costumbres con las que había sido domesticado, y las cosas de las que pensaba estar tan seguro iva creciendo, pero junto con ella, con la apatía, tambien crecía un profundo sentimiento de explorar.
Algo que nunca pude entender es que aún así en algún punto la noticia de saber que iría al aeropuerto me parecía aborrecible, hubo algo que siempre me emocionó: la idea de poder ver una ves mas la pintura del primer vuelo en avión por las montanas de Ecuador, y mientras la gente se distratía en abrazos, llantos, y palabras de aliento, poder jugar con la cámara fotográfica semiautomática de rollo que capturaba momentos de emoción premeditados. En este punto me había vuelto inmune al aburrimiento de experimentar la misma escena de las despedidas y las llegadas, el usar la camiseta polo me parecía irrelevante, y ya no me importaba si tenía o no que sonreir para la foto familiar; lo único que ahora me importaba era poder ver una ves mas esas lineas cuadriculadas que formaban la estructura de un avión rústico de colores vivos, y poder tener en mis manos esa camara que producía los sonidos mas apetecibles cuando aplastaba los botones del lado derecho.
Y es aquí cuando la situación cambia y empiezo incluso a disfrutar de las fotos, la camiseta polo, y las palabras de despedida o llegada. Es aquí cuando descubro que mi fascinación por los aeropuertos no tenía que ver con el performance familiar, ese sonido tan particular de las alas de los aviones chocando contra el viento estático de la pista que delataba que los aviones habían aterrizado, los mensajes indescriptibles que la vos de una Senorita relataba por los parlantes, ni tampoco con las pantallas de televisión que mostraban el trayecto del avión respecto al globo terraqueo... Había descubierto que mi fascinación por los aeropuertos se daba por el simple hecho de que cuando visitaba uno, podía apreciar de como la estructura inerte del aeropuerto tomaba vida. No eran solo las grandes columnas plateadas, los ventanales transparentes con ese toque minimalista, ni los colores sobrios y vanguardistas de la decoración del aeropuerto los que me atraían. Lo que llamaba mi atención de manera especial, era como estas gigantestas estructuras arquitectónicas, tomaban vida cuando eran ocupadas por miles de personas desconocidas que operaban dentro de ellas.
De a poco iva descubriendo que mi fascinación oculta por los colores y las formas de la pintura del avión en medio de los andes, así como mi fascinación por los sonidos que la cámara de fotos semiautomática producía ya no eran tan ocultas. Ya no simplemente me interesaba admirar los colores de la pintura ni jugar con los botones de la cámara, ahora quería saber como podía yo capturar imágenesy crear composiciones que tengan el mismo efecto que el avión tenía en mi. Ya no simplemente me parecía patético sonreir para la foto familiar o usar un disfraz que me haga lucir nítido y elegante, ahora estaba convencido de que si no quería hacerlo no lo haría, y que de hecho no me peinaría simétricamente y que eso sería una imagen simbólica de mi descontento con tales tradiciones. De a poco iva descubriendo–y con ayuda de eso que los adultos llaman “madurez–que talvéz pasar el fin de semana con mis abuelos para usar la mega largavistas de mi abuelo para ver buhos en el monte, escalar arboles para cosechar los mas dulces capuliés, y saborear ese pan recien horneado con chocolate era mas importante que ir al aeropuerto. De a poco voy descubriendo,–y con eso que los adultos llamamos “madurez”–que las visitas al aeropuerto, las “capuliseadas” en Calpi, mi fascinación por las cámaras y la pintura del avión en medio de los andes, y mi descontento con los pantalones de tela y las camisetas polo me han ido ensenando a apreciar–y lo digo convencido–que el sonido de las alas del avión al chocar con el aire estático de la pista es lo que hace de este viaje una partida sin llegada.